8 de diciembre de 2006

Disfrutalo como yo - Parte II

Pasadas varias semanas mas, con el cuerpo magullado, destrozado, Martín, que ya había apalabrado la venta de la casa, había conseguido el suficiente dinero para salir de aquel precioso paraje que había acabado con su vida y la de su familia. Pero Martín, desconfiado por naturaleza, creyó que el dinero no era suficiente, así que después de informarse y pactar un trato, una noche cuando nadie le vio ni oyó cogió a su perro, una escopeta prestada, y los dos se internaron en lo mas profundo del bosque.
Cuando llegaron a un claro Martín paró, hizo sentar al perro, que obedientemente lo hizo, y lo abrazó tan fuerte como nunca, pensó en cuanto quería a ese animal y en como jamás había pensado que querría a ninguno. Jugó un rato con Limbo y pasada una hora los dos se sentaron bajo un enorme roble. El perro, exhausto, se tumbó sobre las piernas de su dueño, que también estaba agotado. Tras el descanso, Martín se levantó y Limbo le imitó rápidamente. Una vez los dos de pie, Martín le susurró algo al oído a Limbo, que inconscientemente respondió con un severo lametón, después Martín se puso de pie y acarició por última vez al perro. Con los ojos de su perro clavados en los suyos propios, Martín cogió la escopeta y acto seguido, con lágrimas en los ojos, disparó. Un solo disparo fue necesario para acabar con la vida del pobre animal. A la mañana siguiente temprano, Martín llevó el cadáver de su perro a un laboratorio de experimentación y recibió una cuantiosa suma por la aportación de órganos y pelo.
Al volver a casa, Ángela y Alba ya le esperaban con las maletas en la puerta como él les había ordenado. Su jefe les llevó a la estación mas próxima y tras despedirse con un efímero abrazo los Relaño montaron en el tren para no volver allí jamás. Dentro del vagón reinaba el silencio y la desesperación. Tan solo Alba hacía preguntas acerca de porque Limbo no había ido a despedirles.

De vuelta en la ciudad, Martín consiguió trabajo en una gran empresa, a pesar de los meses de paro, Martín conservaba la práctica y seguía siendo igual de bueno y eficaz en su trabajo. Ángela por su parte, se dedicó a cuidar niños, limpiar casas y cosas así; hasta que un vuelco del destino les permitió salir de la deprimente habitación que ocupaban en una barata pensión, pudiendo trasladarse a un piso pequeño y modesto, pero con mejores condiciones, gracias a que Ángela encontró trabajo de dependienta en la tienda de ropa de lujo. De nuevo las cosas parecían ir bien hasta que pasó lo inevitable. Entre Ángela y Martín solo reinaba un extraño cariño que los dos conservaban por amor a su hija. Ambos pendían de un hilo que les haría caer en lo mas desconocido del otro; tan fino era ese hilo que solo era cuestión de tiempo que se divorciasen, solo que esta vez el tiempo tenía nombre de mujer.

A pesar de lo inusual de la hora y a sabiendas de que se encontraba sólo en todo el edificio, Martín comenzó a escuchar ligeros pasos sobre la húmeda moqueta que yacía en toda la planta, mirando a uno y otro lado sin descanso, Martín parecía un animal nervioso, asustado, pues a pesar de que el sonido se iba acentuando cada vez mas no había nadie en la sala, o al menos nadie que pudiera ser visto por Martín. Éste, aún más nervioso cogió una lámpara de mesa como arma arrojadiza y se encaminó hacia la puerta. Cuando la sobrepasó y estaba a punto de golpear a quienquiera que estuviera detrás, se sorprendió al ver que era una mujer, aparentemente indefensa.
Lógicamente apartó la lámpara de la cabeza de Sofía, así se llamaba la desconocida, y le pidió disculpas. Tras un insulso diálogo sobre quien había tenido la culpa, Martín y Sofía se relajaron ante la violenta situación.

Martín conocía a Sofía, sí, la había visto alguna vez por la oficina e incluso recordaba haberla encontrado alguna vez entre su grupo de compañeros en la cafetería del edificio. Por alguna extraña razón, Martín se dio cuenta de aquella mujer no era como el resto de autómatas que trabajaban con él. Nunca se había fijado en ella, pero aquella noche le parecía arrebatadoramente atractiva. Sofía estaba mojada. Venía de la calle, donde llovía a mares, a recoger unos informes olvidados. Como estaba abierto subió sin cuidado. Al llegar a la planta de Martín oyó ruido de alguien tecleando furiosamente y la curiosidad la arrastró a mirar por el quicio de la puerta.
La conversación se alargó durante algunos minutos, los dos hablaron de si mismos y humildemente se ocultaron sus virtudes aún tapadas. Estaba claro lo que ambos querían. Sin mas preámbulo que un par de revolcones por encima de la mesa se dispusieron a amarse. Solo el deseo ocupaba la mente de Martín en aquel momento, la fuerza de Sofía resultó ser mayor que la que él creía y esto llevó a que fuera ella la que llevara las riendas. Sobre la mesa, en la silla, contra la pared…

Estuvieron juntos hasta que la noche hizo claro acto de presencia. Bajaron hasta el rellano juntando las sudorosas manos. Al llegar a la puerta, Sofía propició un cariñoso beso en los labios a Martín, que quedó con la boca abierta y deseoso de otro encuentro. Sin mas se fue.

Al llegar a casa, Ángela esperaba con impaciencia en la mesa. La hora de llegada de Martín solía adelantarse mucho mas a pesar de las horas extras. Al besar a su esposa, ésta supo que no había estado sólo. Tras cenar, Ángela se dispuso a rescatar su dignidad de las fauces de quienquiera que se hubiera acostado esa tarde con su marido. Martín apestaba a culpabilidad y Ángela lo sabía.
Interrogó a Martín adjuntándole pruebas que este no pudo refutar, ni mucho menos negar. Las flechas de Ángela iban cargadas de odio y Martín no pudo esquivar ni una sola. Nunca había sabido mentir, ¿Por qué iba a ser diferente ahora?, pensó Martín empapado en sudor. Ángela había descubierto a su marido y las represalias no se hicieron esperar, el cazador había sido cazado.
A la mañana siguiente nada mas despertar, Alba se despidió de su padre con un besó en la mejilla y con una mirada acusadora que le llegó hasta el alma. Martín sabía que era la última vez que vería a su hija. Ángela le insinuó que recibiría los papeles del divorcio y que lo mejor era que los firmase. Le dijo también que no las buscara, no querían verle nunca mas. Martín calló y mirando al suelo escuchó el portazo que le alejaba de su hija y su mujer para siempre. Desorientado y aún medio dormido se despreció a sí mismo.

Desde entonces Martín comenzó a vivir una existencia desordenada, una vida de soltero que no sabía llevar, pues siempre había tenido alguien a su lado, alguien en quien apoyarse, alguien que le ayudaba a levantarse por muy grave que fuera la situación. Pero su alguien, su Ángela, se había ido y ahora todo sería diferente. Su mala alimentación y sus frecuentes turbaciones del sueño se hacían notar en su trabajo. Ya no se quedaba a hacer horas extra, ya no lo necesitaba. Intentaba relajarse, disfrutar mas de su tiempo libre, hacía ejercicio y se cultivaba, mas el sentimiento de culpa aporreaba cada vez mas fuerte la puerta de su corazón. No podía dormir, no comía bien, tampoco trabaja al máximo y ya no podía mas.

La mañana del jueves transcurría como otra cualquiera. El reloj marcaba ya mas de las diez de la mañana cuando Pacheco le instó a que bajaran a desayunar. Juanma Pacheco era su único amigo dentro de aquella gigantesca empresa, atestada de almas anónimas que desperdiciaban sus vidas redactando informes y atendiendo llamadas sin parar. Pacheco era un tipo bonachón, muy tranquilo, estaba realmente preocupado por la situación de su amigo. Martín se lamentaba todos los días sin descanso de su lamentable comportamiento, mientras Pacheco intentaba consolarle con torpes frases salidas de la televisión. La mayoría de las veces callaba y solo escuchaba. Esa mañana estaba siendo especialmente dura para Pacheco, pues había recibido una severa bronca desde arriba por entregar fuera de plazo unos papelajos, en su opinión, aparentemente importantes. Por eso cuando, sentados en una escorada mesa de la cafetería, Martín se disponía a comenzar su habitual retahíla de acusadoras voces e insulsas tardes pasadas frente al televisor, fue Pacheco el que comenzó a proferir insultos y amenazas contra alguien, ni siquiera sabía contra quien, pero lo que si sabia era que nunca iba a ser capaz de hacerlo. Martín quedo sorprendido de la dureza de las palabras de su compañero, nunca le había oído hablar así. Pacheco era un tipo singular que algunos definirían como un completo imbécil. Pero Martín Relaño sabía que no era así. Pacheco siempre llevaba una sonrisa dibujada en la cara, y tenía el gran defecto de no saber decir que no. Por esta razón, mucha era la gente que se aprovechaba de él. Tantas habían sido las ocasiones, como veces Martín había sido la voz de Pacheco contra los aprovechados.

Víctor

Y recuerda: Todo esto es mentira...

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