26 de junio de 2007

Un poco de autocensura y enseguida volvemos

Intuyo que todo empezó a mediados de 2003. Después de mucho intentarlo en vano, la publicidad española parió una buena idea. Les costó, pero los publicistas locales lo consiguieron. El spot —ustedes lo recordarán— era aquel de la franquicia catalana Bocatta, que vende comida rápida del mismo modo que McDonalds, pero con ingredientes mediterráneos. El aviso en cuestión es brillante, pero fue retirado a las dos semanas.

Con unas coplas pegadizas e irónicas, en la que se informaba sobre la dura labor en las zonas rurales ("amanece en el pueblo y flota ya en el cielo un intenso aroma a estiércol") el spot recomendaba consumir productos campestres, pero sin pasar por la penuria de su elaboración. La frescura del contraste entre las imágenes y la música generaba algo que jamás había conseguido la publicidad de los últimos años: ser creativa imponiendo además una marca.

En cualquier país decente se le hubiese dado un premio a ese anuncio. Pero aquí no pasan esas cosas. A los tres días de emitido, el coordinador general de la Unión de Campesinos de Catalunya, Joan Caball, le puso una denuncia a Bocatta por ofrecer una imagen de los trabajadores rurales que calificó de 'denigrante'. Casi al mismo tiempo, la Asociación Valenciana de Agricultores invitó a todo el sector agrícola a 'cerrar filas y no consumir ni uno solo de esos productos'.

Las televisiones se acojonaron y retiraron de circulación la publicidad.

Crear precedente de la idiotez

Desde entonces, cada vez que una agencia de publicidad intenta salirse —tímidamente— de la mediocridad reinante, aparece una Asociación de Imbéciles sintiéndose dolida, o lo que es peor, una Comisión de Imbéciles Representante de Ausentes, sospechando que los ausentes pueden sentirse vejados.

No creo que el problema exista porque haya idiotas que se quejan de lo que no entienden. De eso habrá siempre. El problema surge, nace y se ramifica cuando las televisiones les hacen caso a estos fascistas particulares (o asociados). Y las cadenas españolas parecen estar más atentas a cualquier tiquismiquis que a la libertad de expresión en una democracia.

En la actualidad, las publicidades desaparecen de la tele tan pronto como se escuchan los primeros pataleos. De quien sea. No importa si hay razón o no en el argumento. Si alguien chilla, el aviso se cancela. Esto genera dos calamidades: uno, que la publicidad sea malísima; y dos, que aparezcan esos textos horribles al pie de cada aviso, tratándonos de idiotas.

Es que las agencias publicitarias, que ya no saben por dónde puede saltarle al cuello una Asociación de Imbéciles, han optado por subtitular sus anuncios con frases como por ejemplo "Esto es una ficción publicitaria" al mostrar un pajarito chupado por un extractor de aire. (No es chiste, el spot lleva tres años está en pantalla).

La miopía es singular, y no tiene desperdicio: durante un programa de gastronomía se puede ver a cualquier cocinero hervir un langostino vivo alegremente, pero si durante la publicidad una señora mete un pez de colores al microondas, hay que especificar que no se ha maltratado a este animal. El langostino, que sí ha sido torturado en la vida real, que se joda por ser comestible.

Pero hay más. Si dos coches van rápido en un aviso de BMW, el cartelito nos avisa que "El spot ha sido filmado en un circuito cerrado", imagino que para que la Asociación de Peatones Gilipollas no les ponga una denuncia retroactiva por fomentar la alta velocidad. Si un tipo se cae de un primer piso para promocionar un seguro de vida, el cartel nos dice que "Es una ficción publicitaria" para que la Asociación Anti Resbalones en las Terrazas no sospeche que los de Mapfre han matado, de veras, a un actor para vender pólizas.

Hacerle caso al tonto, en lugar de educarlo

El error es grave y recurrente: en vez de mandar a la mierda a los campesinos, a las feministas que en todas partes ven sexismo, a las madres asustadizas y a los idiotas que se creen en la obligación de preservar la sensibilidad de los enanos, se les hace caso como si tuvieran razón. En lugar de educarlos, de decirles que viven en un mundo donde la gente no es tan idiota como ellos, se les da luz verde. La censura previa y la cobardía es, a veces, peor que el fascismo en estado puro.

Y así está la cosa, amigos, en la primera década del siglo veintiuno: la televisión pública no sólo destroza los contenidos. También se ofrece a quitar —sin debate ni reflexión— los pocos anuncios más o menos buenos que aparecen en la pantalla.

Un trabajo redondo en pos de la mediocridad. Enhorabuena, al menos, por la simetría.

Fuente: Hernan Casciari (Espoiler)

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